"Estos son malos tiempos. Los hijos han dejado de obedecer a sus padres y todo el mundo escribe libros" Cicerón


miércoles, 2 de enero de 2013

Tocando Fondo

Por Alex Moure




Observa la ciudad dormida tras el cristal de su ventana. Un desierto de antenas y almas solitarias. Abajo, el asfalto brilla con los restos de la última tormenta y una sirena rasga la noche. Dos gotas compiten en una alocada carrera por llegar al alféizar. Su corazón galopa por efecto del último tiro. Los frenos de un tren chirrían al llegar a la parada que tiene justo debajo. El tiempo parece detenerse un instante . Inspira sonoramente por la nariz. Nota como los cristales de la cocaína llegan a su garganta. Cierra los ojos. No logra entenderlo. No hace mucho tiempo, a estas horas, habría estado durmiendo junto a ella. Esperando que la noche dejara paso al implacable amanecer. Aguardando el inicio de una nueva jornada. Una nueva y agotadora carrera hacia el poder y la abundancia. Interminables días pasados en la oficina con el único objetivo de aumentar sus posesiones. Y todo por ella. Su sol salía y se ocultaba con ella. Vivía por ella. Habría sido capaz de morir por ella. Ya no.

Abajo en la calle, un taxi se salta la luz roja del cruce. Su corazón desbocado bombea sangre a marchas forzadas. Puede sentir su propia excitación. Y como cada puto día, su mente vuelve a revivir el momento. No hay nada que pueda hacer por evitarlo.

Aquella noche, llegaba tarde a cenar, como casi siempre. Pero no vio la mesa preparada. No había cena enfriándose en la encimera. De hecho no había nada fuera de sitio. Observó el imponente apartamento. Estaba impoluto. Sin rastro de vida. Hacía horas que nadie deambulaba por allí. Pensó en gritar su nombre. Pero sabía que era inútil. Notaba perfectamente su ausencia. Entró en el dormitorio y lo vio. Encima de la cama, una hoja de papel. La muy puta se había largado y ni siquiera se lo decía a la cara. Por mucho que le doliera, debía reconocer que era algo que siempre se había temido. En realidad, nadie podría haber previsto que un tipo como él pudiera terminar con una mujer como aquélla. Ni siquiera él mismo. Sin embargo se quedó enganchado en cuanto se la presentaron en aquella cena. Ella, evidentemente no le hizo ni puto caso. Pero estaba decidido. Sólo era cuestión de hallar su punto débil. Todo el mundo tiene uno. Él descubrió el de ella a través de un amigo común. Se enteró de que le gustaba lo que a muchas. Los coches caros, las carteras abultadas, la cocina de autor, los lugares exclusivos, los zapatos con precios de tres cifras, ropa que sólo venden en lugares donde te reciben con champán y te atienden a puerta cerrada y los cócteles cuyo nombre sólo conocían los mejores barman de la ciudad. Y él cumplía todos los requisitos. Comenzó a recogerla en su Ferrari y a llevarla a lugares en los que se saltaban interminables colas. Los mejores restaurantes y por supuesto el mejor champán y la mejor ala de mosca colombiana. No hicieron falta muchos gramos para que se trasladara a su apartamento “full time”. Él tenía perfectamente claro que ella no lo quería. Las mujeres cómo aquella nunca amaban a nadie.  Pero a él le daba igual. Así de patético era. Para él era perfecta. Una puta en la cama y una señora en las cenas de la empresa. Que ella sólo amara la tarjeta de crédito que él le había proporcionado le traía sin cuidado. Como tampoco le importaba que la usara sin medida. Podía permitírselo. Eso y más. Sin duda podía permitirse una mujer como aquella.
Casi un año después, mientras observa la noche desde la ventana de su asqueroso apartamento, no lo tiene tan claro. Quizás, realmente no podía permitirse una mujer como ella. O tal vez,  la solvencia no tuvo nada que ver. Simplemente decidió que necesitaba a alguien igual de rico, pero menos patético. A fin de cuentas, él siempre se sintió, en cierto modo inferior. Puede que ella siempre hubiera sido demasiada mujer para un imbécil como él. Y para qué engañarse, el mundo está lleno de tipos con Ferrari, tarjeta platino y trajes de Armani. Y ella era un polvo demasiado bueno para que nadie lo dejara  pasar.
Ahora se daba cuenta, de que por mucho que siempre se  hubiera temido el final, nunca fue realmente consciente del daño que podía hacerle. Aquel día su mundo se detuvo. El suelo que lo sustentaba se abrió y se precipitó sin freno hacia el abismo. Empezó a faltar al trabajo. Alargaba los fines de semana y los lunes no pasaba por la oficina. Poco después empezó a alargarlo al martes, y al miércoles…al final trabajaba menos días de los que faltaba. Gracias a su posición en la empresa como vendedor número uno, sus superiores tuvieron bastante manga ancha. Pero claro, sus reiteradas ausencias hicieron que sus números cayeran en picado. Por lo que, apenas tres meses después de que ella se fuera, se vio en el despacho del director. Sin trabajo y al ritmo que se estaba esnifando sus ahorros, era imposible que pudiera continuar con su imponente tren de vida. Empezó a vender cosas. Al principio pequeños objetos cotidianos a los que ya no les encontraba utilidad. En poco tiempo se vio sin su televisor Loewe, sin su equipo Bang&Olufsen, sin su Pattek Philippe. No tardó mucho tiempo en vender el Ferrari y cuando se vio incapaz de pagar la hipoteca de 4000 pavos, también tuvo que vender su impresionante apartamento en la mejor zona de la ciudad. A veces, recordando, le resultaba increíble todo lo que había ido entrando por su nariz.
Con lo que le sobró de la venta del piso después de apañar cuentas con el banco, se compró el asqueroso y deprimente cuchitril desde el que ahora observa el mundo. Es una estancia única de apenas 30 metros cuadrados. Las paredes están necesitadas desde hace tiempo de una mano de pintura. La cama, el sofá y la cocina comparten el mismo espacio sin orden ni concierto. A la derecha del espacio que hace de cocina hay una puerta que da al minúsculo baño. Una maltrecha y barata estantería, donde descansa un mini equipo de música de dudosa calidad y algunos libros y discos compactos, y una anodina mesa de centro entre la estantería y el sofá, completan el escaso mobiliario. El suelo está cubierto de revistas y restos de envoltorios de comida. La limpieza no es, ni de lejos, una de sus preocupaciones en estos momentos. Lo que le gustó del minúsculo apartamento fueron tres cosas: era un último piso, un enorme ventanal batiente, de tipo industrial, ocupaba la práctica totalidad de una de las paredes y la más importante, podía pagarlo.

En la calle una furgoneta de reparto se detiene en el semáforo en rojo de un cruce desierto. Desde su posición puede ver como el conductor aprovecha el tiempo para liarse un canuto. La luz cambia a verde mientras el conductor se lleva el porro a los labios con la mano derecha y lame el adhesivo del papel de izquierda a derecha. Lo sacude para prensarlo, quema con el mechero el papel sobrante. Lo observa un instante, como si estuviera orgulloso de su obra, luego se lo pone entre los labios, lo enciende y arranca justo cuando el semáforo cambia de nuevo a rojo.

Mientras contempla la escena, no puede evitar sonreír ante la ironía. Es un jodido mundo este en el que vivimos. Decide que ya es hora para otro puntazo de ese maldito polvo blanco. Se sienta en el sofá. En el equipo, Tom Petty canta “ me arrastro de nuevo hacia ti”. Observa la mesa que tiene delante. El polvo blanco se desparrama desde una bolsa marrón sobre el espejo. Coge la botella de güisqui barato y vierte parte del contenido en un vaso mugriento. Se lo bebe de un solo trago. Coge su carnet que está sobre el espejo, y aparta con él un poco de coca. Le da forma con movimientos precisos, repetidos hasta la saciedad a lo largo de su vida. Agarra el turulo. Es de plata, recuerdo de otros tiempos. Se inclina sobre la mesa mientras con la mano derecha se acerca el tubito a la nariz, lo introduce en el orificio izquierdo a la vez que con el dedo índice presiona el orificio derecho de su nariz, y con una profunda inspiración, hace desaparecer la raya de la lisa superficie. Antes de recostarse en el sofá, vierte otro poco de güisqui en el vaso. Le pega un sorbo corto y el ardiente líquido calma al instante su garganta. Irritada por el abuso del cristalino polvo. Se prepara otra raya. La esnifa. Vierte un poco más de güisqui y se deja caer sobre el respaldo vaso en mano. El arco que su brazo describe cuando se lleva el vaso a la boca, es el único movimiento que realizará en los próximos minutos. Es curioso, piensa. Al principio la coca te despeja y te da una energía indescriptible. Empezó a consumir para soportar las maratonianas sesiones de trabajo y paliar el stress que le provocaban. Y le iba bien. Le ayudaba a soportar largos días tras escasas horas de sueño. También le ayudaba en la cama con ella. Y formaba indefectiblemente parte de su ajetreada vida social. Pero al cabo del tiempo, empiezas a necesitarla para cualquier cosa. Para todo. Es lo primero que haces cuando te levantas y lo último que haces antes de meterte en la cama. Y tu vida acaba convertida en un enorme pasillo de paredes blancas. Y deja de despejarte. Cuando te metes mucha coca, durante mucho tiempo, se invierten los efectos. En lugar de darte energía te sumerge en un extraño estado de hipersensibilidad. Y en ese estado creas tu propio mundo y te encierras en tu burbuja. La paranoia y las alucinaciones empiezan a formar parte de tu vida. Hasta que llega un momento en el que no sales de tu casa a no ser que sea estrictamente necesario. Básicamente cuando te quedas sin cocaína y no encuentras a ningún “dealer” que quiera traértela a casa. Que es exactamente lo que le sucedió un par de días atrás. Y el motivo por el que tenía esa enorme bolsa encima de la mesa y llevaba dos días con el corazón desbocado.
El caso es que al único que consiguió localizar fue a un mafioso de altos vuelos al que todos conocían como El Turco. El problema es que al puto Turco no le gusta pasar cantidades pequeñas. Y él, está empezando a estar realmente corto de dinero. Así que allí está, en casa del Turco, en su despacho. Sobre la mesa se apilan amontonados paquetes marrones. Cada uno contiene un kilo de la mejor coca colombiana. Y El Turco está tratando de convencerle de que se lleve uno de esos paquetes. Y él se está resistiendo. Le explica que no tiene tanto dinero. Que se apaña con diez gramos. Pero El Turco insiste. Mejor, le dice. Llévatelo. Ya me lo pagarás cuando lo vendas. Es muy pura. La puedes cortar bastante. Pero no te pases. Tengo un nombre que mantener. Él continúa resistiéndose, pero con menos fuerza. Su doblegada voluntad, no tiene nada que hacer contra sus deseos de meterse un tiro. Y el paquete que El Turco le pone delante tiene una pinta estupenda. No seas tonto, le dice el muy cabrón, puedes meterte una mierda de puta madre y de paso hacer algo de pasta, que me parece que falta te hace. Y su resistencia se quiebra como una rama secada al sol. Agarra el paquete que tiene delante y sale de allí cagando leches antes de que pueda arrepentirse. Mientras abre la puerta, escucha a su espalda la voz del Turco. Y recuerda pimpollo, son 30.000 pavazos lo que me debes, más que nada para que te hagas tus cuentas.

A pesar de lo jodidamente podrido que tiene el cerebro, tiene bastante claro que acaba de meterse en un berenjenal de cojones. Cómo coño va a vender tal cantidad de coca es algo que en ese momento se le escapa. Puede llamar a sus antiguos compañeros. Hace tiempo que no tiene contacto con ellos. En realidad llevan meses evitándole. Pero una cosa es soportar al puto perdedor que no supo sobreponerse a una ruptura, y otra muy distinta soportar al tipo que tiene uno de los mejores talcos de la ciudad. Pero aun así, después del corte, estaba hablando de cerca de dos kilos de coca. Y eso son muchos gramos. Quizá sería mejor llamar a alguno de los “dealers” que solían suministrarle material. Puede que consiguiera llegar a un acuerdo aceptable con ellos. Ganaría menos dinero, pero se quitaría antes el marrón de encima. Tal vez debería hacer ambas cosas. Pero la verdad es que, dos días después no ha hecho ninguna de ellas.

Este pensamiento lo arranca de su sopor. Observa el paquete sobre la mesa. Se ha debido hacer al menos 30 gramos. Desde que llegó a su apartamento  con el kilo no ha parado de hacerse raya tras raya. Ni siquiera recuerda haber comido. Y está seguro, de que, a excepción de esporádicas cabezadas en el sofá, no ha dormido en los últimos dos días.  De pronto se agobia. Le entra miedo, está convencido de que no va a poder vender toda la mierda que tiene ahí delante. El corazón se le acelera aun más y amenaza con saltarle del pecho. Le entra la paranoia y empieza a hiperventilar. Deberle semejante cantidad de pasta a alguien como el Turco es como andar por la vida con una diana en la espalda. Y de pronto su cerebro tiene un destello de lucidez. Tiene que hacer algo. No puede continuar así. Encerrado en esa mugrienta habitación, sin ver nunca la luz del sol. Antes de su visita al Turco llevaba más de un mes sin salir a la calle. Es impresionante la de cosas que puedes conseguir que te traigan a casa, además de las obvias, si sabes dónde buscarlas y a quién pedírselas. Pero ahora tiene que salir. Tiene que ponerse en movimiento cuánto antes. Y no se refiere tan sólo a la mercancía que le observa desde el espejo. Tiene que hacer algo con su vida. No puede seguir deslizándose por ese tobogán hecho de nieve. Una vez tomada la decisión, su corazón se apacigua un poco. Su respiración se vuelve casi normal. Está decidido, se dice a si mismo, mañana sin falta haré algunas llamadas y saldré a buscar a algunas personas. Sin falta. Mañana.  Vierte en el vaso lo que queda en la botella y se pinta un par de líneas sobre el espejo.

Cuando abre los ojos, hay alguien delante de él. Al otro lado de la mesa. Viste vaqueros y jersey de cuello alto bajo una impecable americana. Todo de color negro. Tiene toda la pinta de ser uno de los hombres del Turco. Lo observa desde su metro noventa. Su boca sonríe. Sus ojos no.

-       Viviendo en un barrio como este ¿ no crees que sería mejor que cerraras la  puerta? – no consigue situar su acento, pero definitivamente no es español.
-       ¿Ves algo que alguien quisiera robar?
-       Bueno, ahora mismo veo 30.000 pavos que no te pertenecen encima de la mesa.
-       Eso es verdad. Supongo que eso responde a la cuestión de quién eres. Lo que no sé , es que cojones haces aquí.
-       Mira, “pimpollo”, haz un esfuerzo por no ponerte demasiado chulo si no quieres que te reviente la cara. Estoy aquí porque El Turco quería saber por qué no habías dado aun señales de vida. Pero creo – dijo mirando la coca desparramada sobre el espejo – que ya lo tengo claro.
-       Bueno, a qué tanta prisa…¿acaso no se fía de mi? Sólo estaba disfrutándola un poco antes de meterme en faena.
-       A juzgar por tu aspecto lo que tú llamas un poco deben ser veinte gramos. Y no, evidentemente no se fía de ti. Pero, ¿tú te has visto? Tío estás hecho un asco. Tienes que controlar hombre. Esa coca colombiana es prácticamente pura. Acabará por hacerte estallar el corazón si no te cortas un poco.
-       Eso es problema mío ¿no?
-       Pues en realidad, no. Hasta que no pagues lo que debes  es mi problema. Y no me gustan los problemas. Además si sigues metiéndotela a esa velocidad, no te va a quedar nada qué vender. O lo que es peor, la vas a tener que cortar tanto que va a ser una puta basura. Y el Turco tiene una reputación que mantener. Ya te lo dijo. Así que lo mejor que puedes hacer es ponerte en marcha y empezar a largar papelas como un poseso.
-       No te preocupes, en cuanto te vayas hago un par de llamadas y lo soluciono. – el tipo se queda mirándolo un momento. En silencio. Mira al desparrame que ocupa la mesa y luego lo mira de nuevo-
-       Ya, son las cuatro de la mañana, pero si tú lo dices…bueno mira, “pimpollo”, El Turco me ha dicho que te conceda un día más. Así que mañana te levantas y empiezas a hacer gestiones y el lunes te pasas por allí y traes el dinero. La verdad es que debes caerle bien al jefe. Me ha dicho que no hace falta que lo traigas todo, pero si al menos la mitad. De esa forma seguirá confiando en ti. Yo, por mi parte, creo que es una absoluta pérdida de tiempo y que sólo va a servir para alargar lo inevitable. Si de mi dependiera, te dejaba frito aquí mismo, pero tienes suerte. Yo no soy el jefe.
Se le queda mirando un momento más. Sólo unos segundos. Entonces, sacude la cabeza mientras se acerca a la puerta. La abre y se gira.

-       Recuerda, “julandrón”, te espero el lunes. 15.000 pavos. A más ver.

Y cierra la puerta, dejándolo de nuevo a solas con sus pensamientos y su montaña de nieve. Debería estar preocupado. Asustado incluso. Pero la coca mantiene su cerebro atontado. En estos momentos es incapaz de detectar una señal de peligro aunque le esté atravesando la cabeza. Agarra la botella y la vuelca sobre el vaso. Pero no cae nada. La tira contra la pared que tiene delante donde se hace añicos que se esparcen por el suelo, como piezas de un puzle. Retazos de una vida descompuesta en líneas blancas y líquido ámbar. ¡Mierda! Exclama a una habitación desierta. Se levanta. Rodea el sofá y se acerca a la cocina. Abre el armario que hay sobre la nevera y saca otra botella de güisqui barato. Pero cuando ya la tiene en la mano, se queda observando otra botella. Está a la derecha. Al fondo del armario. Es una botella de Mcallan 30 años. Lleva allí más de un año. Esperando. Por si las cosas volvían a ser como antes. Deja la botella del puto segoviano y agarra la de añejo escocés. Qué cojones. Intuye que no va a tener muchas más oportunidades de beberse un buen güisqui. De hecho, empieza a ser consciente de que puede que no tenga muchas oportunidades de beber nada. Se sienta de nuevo en el sofá con la botella en la mano. Llena el vaso hasta el borde, lo alza y después de brindar con la estantería lo engulle de un solo trago. ¡ Joder! Piensa en cuanto el líquido se deposita en su estómago. Hubo en tiempo en el que se preocupaba y le interesaba conocer y probar los distintos tipos de güisqui. Pero ya no. Ahora sólo le importaba que fuera líquido. Nada más. Pero coño, no le queda más remedio que aceptar, que , a pesar del tiempo transcurrido y lo dañado que su sentido del gusto debe andar últimamente, esto es otra cosa. Se recrea en contundente sabor a roble, en su cristalino color dorado, en su aroma afrutado. Hace tiempo que no percibe esas notas en una bebida. Le parece casi imposible que pueda incluso evocarle recuerdos. Sin embargo, allí estan, a pesar de todo. Para celebrarlo decide tomarse otro vasito y acompañarlo de dos tiros de considerables proporciones. Después se pondrá a preparar las papelinas.

Cuando la segunda raya le cae por la garganta, tiene otro momento de lucidez. Éste le hace sonreír, aunque, realmente la situación no tiene gracia en absoluto. Acaba de caer en la cuenta que no tiene nada para hacer el trabajo. No tiene bolsas de papel vegetal, no tiene nada para cortar el polvo y lo que es aún peor, no tiene nada con qué pesarla. El pánico, que debió golpearle el cerebro hace ya un buen rato, hace por fin acto de presencia y le atenaza el estómago. Ahora piensa en los dos días que lleva encerrado y ajeno al mundo. Si al menos hubiera empleado parte de uno de ellos en agenciarse las cosas que necesitaba. Pero no, lo único que quería cuando salió de ver al Turco era encerrarse en casa a meterse rayas. ¿Pero en qué coño pensaba? ¿Cómo se había convertido en alguien tan mierda? O siempre había sido así y simplemente, la vida, no lo había llevado nunca por un camino tan jodido. Un sudor frío, efecto de la coca, le bañaba la frente. Su corazón latía a un ritmo frenético. Su mente se afanaba en encontrar respuestas, soluciones al problema en un laberinto de inviernos y nieves perpetuas. Pensó en devolverle al Turco lo que le quedaba de la mercancía. Le pagaría lo que pudiera y le iría pagando poco a poco. Claro, por qué no. Seguro que no le importaba. Te acercas a un tipo que está esperando que le lleves 30.000 pavos. Sabes que lleva un arma y que no le importa usarla. Y no sólo no le pagas los 30 grandes, sino que no le pagas lo que falta de la mercancía, que tan alegremente te has metido por la tocha. Un plan perfecto, piensa mientras apura el contenido del vaso. Igual le daría quedarse sentado esperando. No puede ser. Tiene que vender la coca como sea. No falta mucho para que amanezca. En pocas horas puede salir a buscar lo necesario. No le llevará mucho tiempo conseguir lo que necesita. Luego solo tiene que volver a casa y prepararlo todo mientras empieza a hacer llamadas. Claro, seguro que lo consigue. La euforia lo tiñe todo de rosa. Se prepara otra raya y se levanta a correr las cortinas. El sol empieza a asomar por el horizonte. Pone otro compacto en el equipo. Descanso un rato en el sofá y me pongo en marcha, piensa mientras deja el tubo de plata sobre la mesa y se sirve un par de dedos de Mcallan.

Abre los ojos a una habitación demasiado oscura. Se siente un poco abotargado. El disco que puso antes de sentarse sigue sonando. Sabina canta “…nos sirvió para el último gramo el cristal de su foto de boda”. Tarda unos segundos en percatarse. Claro, las cortinas, piensa mientras se levanta y se dirige a descorrerlas. Cuando lo hace, la luz del día no inunda la estancia. Tras el cristal, la oscuridad se ha cernido de nuevo sobre las azoteas. Algo está mal. Rematadamente mal. Apoya su frente contra el cristal. No consigue entenderlo. ¿Cuántas horas ha dormido? ¿Todo un día? No puede ser. Mira el reloj que tiene en la cocina. Marca la una y media. Atrasa varios minutos. Pero no tantos como para que no sea ya el día siguiente. Vuelve al sofá. Se sirve otro vaso de güisqui. Ya no hay nada que hacer. Tendrá que salir del pozo otro día. Hoy no va a ser posible. Se bebe de un trago la mitad del vaso y decide hacer algo especial. Vierte un poco más de cocaína sobre el espejo, y emplea varios minutos en conformar con el polvo blanco el nombre de ella. Se siente incapaz de pronunciarlo en voz alta, pero no le supone ningún problema escribirlo con nieve. Son sólo cinco letras, pero las ha hecho a tamaño “natural”. La primera es una “e”. La esnifa la con una única inspiración y se termina el vaso. Lo llena de nuevo y ataca la segunda. Puede que si se esnifa su nombre consiga borrar su recuerdo. Pega un trago y entonces nota la primera punzada en el pecho. Su corazón late con ritmo vertiginoso y desigual. Se lleva la mano al pecho, donde ha sentido el dolor y se encoge. Pero la punzada desparece y le pega un nuevo trago al líquido y se inclina sobre la mesa dispuesto a meterse la tercera letra, pero una nueva punzada le recorre el pecho. Esta ha sido más fuerte, la sacudida hace que se le caiga el tubo de la mano. Lo recoge y esnifa la siguiente letra del nombre. El dolor se suaviza un poco, pero no desaparece. Lo intenta con un poco más de güisqui, pero el alcohol no le calma. Se sienta encogido, contemplando la mesa y las dos letras que le faltan. Es consciente de que ofrece un aspecto deplorable, pero no puede evitarlo. No piensa parar hasta que su nombre haya desparecido por completo del espejo. Consigue inclinarse de nuevo sobre la mesa a duras penas. Sus músculos no responden como es debido, y el dolor en el pecho empieza a ser insoportable. Aun así se las apaña para esnifar la cuarta letra y beber un nuevo sorbo del vaso. Se recuesta encogido sobre el sofá. El dolor en el pecho lo está asfixiando. No consigue introducir aire en sus pulmones. Nota palpitaciones en su cerebro y un fuerte dolor de cabeza. La apoya en el reposabrazos y contempla la última letra. Es una “a”. Le mira desde la mesa, como una reina blanca. Sabe que tiene que metérsela, pero ahora mismo no puede. Prefiere esperar un poco, a ver si el dolor se calma. Y mirando esa letra, la última que queda en el espejo, cierra los ojos.

Afuera, la ciudad duerme en el olvido . Almas solitarias se abandonan en la noche.  Abajo, en el cruce desierto, la luz del  semáforo en rojo se refleja en el asfalto. El cielo negro, vacío de estrellas y esperanza.  Y a lo lejos, abriéndose paso por calles olvidadas, las sirenas gritan rasgando la noche.

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