"Estos son malos tiempos. Los hijos han dejado de obedecer a sus padres y todo el mundo escribe libros" Cicerón


miércoles, 2 de enero de 2013

La Inefable Historia de Christine Sixteen

Por Monty Peiró


Ella fue la primera, quizá la única, estrella del Rock femenina en comportarse exactamente igual que el resto de las estrellas del Rock. Tan salvaje, inconsciente y absurda como todos los grandes. Había esnifado el nombre de su grupo pintado en cocaína sobre varios penes, había destrozado todas y cada una de las televisiones que se habían interpuesto en su camino, había organizado las orgías más multitudinarias que nadie pudiera recordar. Se había rebozado en una cama llena de Lsd, había estado en la cárcel por posesión de cantidades de droga realmente desmesuradas, y nadie creyó -aunque era cierto- que era para consumo propio, a pesar de insistirle al juez con que le dejara demostrarle que era capaz de esnifar todo eso. Había estado ingresada dos veces de urgencia por un paro cardíaco, tuvo un infarto a los veinticuatro años y sufrió quemaduras de tercer grado en un brazo por intentar encenderse un canuto con un soplete. Había contratado a un grupo de enanos que tocaban sus canciones en las fiestas que organizaba, en las que las camareras, que llevaban todas una careta con su propia cara, portaban enormes bandejas con frases como “sois todos gilipollas” escritas en cocaína. Solía contratar prostitutas a las que pagaba para que se aprendieran coreografías absurdas que luego les hacía bailar mientras aplaudía alegremente. Era la reina de todas las fiestas. No podías, de hecho, llamar fiesta a tu fiesta si ella no estaba. Había tenido novias, novios y hasta una relación a trío con un tipo de setenta y ocho años y una tipa de diecinueve, con los que se paseaba cogida de la mano y alardeando de haber encontrado la fórmula del amor, hasta que la tipa se largó con un guitarrista de jazz y todo se fue a la mierda. Le había partido la cara a una cantante Pop en la zona VIP de una discoteca porque llevaba unos zapatos iguales a los que ella había llevado en un vídeo clip. Le rompió la nariz, le mordió en la muñeca izquierda y le escupió en las heridas, no sin antes quitarle los zapatos y mearse en ellos. Había pasado más tiempo en coma etílico que sobria durante la grabación de su último disco “Hijos de puta todos menos yo”. Grabó un disco con un sitar y un cuenco tibetano titulado “Karma groove” en el que aseguraba haber encontrado su lugar en el mundo a través de la meditación. Luego se hizo homeless y vivió durante tres meses en un cajero, donde conoció a un mendigo alcohólico que tocaba la guitarra con el que grabó una canción asegurando que el tipo era mejor que John Lennon. Salió en portada de una importante revista totalmente desnuda abrazando a una gallina, el “animal más parecido al ser humano” según declaraba en las páginas interiores junto a frases como “Realmente sólo espero que la ciencia avance para poder convertirme en una gallina, es todo a lo que aspiro”. En sus conciertos vestía el uniforme de las S.S. En color rosa fucsia y una kipá a juego hecha con cristales de swarowsky. Cuando se deprimía, que solía ser una vez a la semana, alquilaba la mejor suite del mejor hotel para irse allí a llorar. Lloraba durante unas horas y luego se largaba al antro más chungo que encontrara para meterse por la nariz cualquier cosa que le ofreciera el primer yonki que se cruzara en su camino. Estaba como una cabra y se la sudaba absolutamente todo. Christine Sixteen era la cantante más cool de la historia del Rock y podía permitirse todo. Las asociaciones de padres se llevaban las manos a la cabeza por la nefasta influencia que suponía para sus hijos. Se manifestaban pidiendo a las autoridades que prohibieran su música, pero esto sólo hacía que los adolescentes la adoraran más y más. Se tatuaban su cara en la espalda, cosa que ella odiaba. Pedía en su twitter que dejaran de hacerlo, que le daba asco verse dibujada en sus cuerpos de mierda. Y entonces, otra avalancha de fans corría a buscar un tatuador. Había llegado a un punto en que todo, cualquier cosa que hiciera, era objeto de veneración, por exceso o por defecto. Una vez la fotografiaron comprando en un supermercado y todo el mundo habló de ello como del acto publicitario más viral que nunca había hecho nadie. Lo cierto es que sólo se le había acabado la cerveza.

Y entonces, Christine cumplió veintisiete años. La idea de no morir durante el próximo año le resultaba aterradora. No podía permitírselo bajo ningún concepto. No podía dejar de cumplir el último gran requisito. Había dedicado su vida a ser, durante veinticuatro horas al día, una estrella del Rock con todas sus consecuencias. Había ido a fiestas a las que no le apetecía ir, pero tenía que ir, a drogarse, follarse a un par de tipos y vomitar sobre alguien porque es lo que tenía que hacer. No había sido fácil siempre. Había trabajado más duramente que nadie para conseguir ser quien era. Y ahora esto no podía truncar sus planes. Tenía que morir. Y tenía que hacerlo de una manera que estuviera a la altura de sus circunstancias. Y pronto. Para celebrar su última onomástica, organizó una fiesta realmente mítica. Todo el mundo estuvo allí, y durante los nueve días que duró, pasó absolutamente de todo. Christine había comprado un par de chimpancés muy afables que se paseaban por la fiesta tranquilamente. Algunas tipas muy borrachas entablaban conversación con ellos, les contaban sus problemas, se hacían fotos y las subían a las redes sociales. Hablar con un chimpancé era lo último, lo más. Había una habitación acolchada forrada de peluche, otra en la que llovía purpurina del techo y otra en la que podías meterte dentro de un acuario gigante con un montón de peces exóticos. Había hasta un pequeño teatro donde unos travestidos interpretaban una versión musical de Macbeth. Todas las excentricidades, todas las drogas, todo lo que se te ocurriera, estaba allí.

Christine lo dio absolutamente todo. Las malas lenguas aseguraban que estaba intentando morir allí mismo, pero eso no sucedió. En un momento dado, anunció que iba a preparar la droga definitiva, la madre de todas las drogas, el puto viaje definitivo. Mezcló cocaína, speed, heroína, Lsd, éxtasis, MDMA, ketamina, barbitúricos, anestésicos, nuez moscada, tres drogas nuevas que no sabía cómo se llamaban e incluso marihuana triturada. Esnifó aquello, cayó al suelo y empezó a convulsionarse justo antes de quedar inconsciente con un hilillo de espuma saliendo de su boca. Los médicos que había contratado y a los que había prohibido pronunciarse al respecto de nada, consiguieron reanimarla, y cuando volvió en sí, aseguró que “ha sido increíble, joder, todo el mundo debería probar esa mierda”.

El caso es que a Christine no le apetecía nada morirse, en realidad lo estaba pasando bien, pero sabía que tenía que hacerlo. Le dio muchas vueltas y al final urdió el plan perfecto. Si hay algo mas Rockstar que morir a los veintisiete, es fingir tu propia muerte e irte a una isla. Joder, cómo no había caído. Tenía dinero como para vivir tres vidas, y además iba a ganar mucho más con su muerte, su disco póstumo, su disco de rarezas inéditas y todo el rollo. Se reunió con su manager, le explicó el asunto y entre los dos tramaron todo el asunto del óbito, el panegírico y demás. Oficialmente, Christine Sixteen iba a morir tragando su propio vómito consecuencia de un coma etílico a bordo de una avioneta que tendría un accidente debido a la sobredosis que sufriría el conductor, y lo iba a hacer el mismo día que murió Elvis, que precisamente era en un par de semanas. Todo era perfecto. Dejó todos los detalles arreglados, grabó unos cuantos temas para su disco póstumo y se largó a la isla más recóndita que encontró, donde nadie había oído hablar de ella. Se cambió el pelo, se puso unas lentillas de otro color, se quitó los tatuajes con láser, dejó de maquillarse tan exageradamente como lo hacía antes y empezó a vestir como una tipa cualquiera. A los dos días de llegar saltó la noticia. Vio su propia muerte por Internet. Imágenes de la avioneta estrellada, las hordas de fans llorando sin consuelo. Seis de ellos incluso se suicidaron al saber la noticia y uno se amputó un brazo “porque es así como quiero vivir si no está Christine”. Joder, qué exagerados, pensó. Su funeral fue el más multitudinario que se recordaba. Su manager tuvo que alquilar un estadio para celebrarlo. Todo el mundo acudió. Incluso la estrella pop a la que Christine le había partido la cara, que no dejó pasar la oportunidad de declarar para la televisión “vosotros no lo entendéis, su agresión fue el acto de amor más puro que existe, estábamos muy unidas, pero de una manera que la gente corriente no consigue conceptualizar”. Hija de puta. Durante tres semanas no se habló de otra cosa en ningún medio de comunicación. Lo había conseguido, ahora sí, era una verdadera estrella del Rock de las auténticas,  para siempre. Quizá la más grande.

La verdad es que la isla aquella era un coñazo insoportable. Apenas habían pasado seis meses y Christine ya no podía aguantarlo. Echaba de menos su vida, su verdadera vida. Ya no podía más con aquella mierda de palmeras. Definitivamente aquello no era para ella. Y encima ya no se hablaba tanto de su muerte y empezaban a salir tipas de lo más vulgar que le copiaban todo y que no le llegaban ni a la suela de los zapatos que se proclamaban amigas suyas y contaban historias falsas. Qué horror. Necesitaba volver a su mundo, pero claro ¿cómo podía arreglar ahora todo aquello? No podía llegar y decir “eh, troncos, que era broma, estoy aquí de nuevo”. Llamó a su manager y le comentó la situación. Él se tiraba de los pelos: “Pero a ver, Christine, esto no funciona así, todo el mundo ha visto tu entierro, no puedes volver ahora como si no hubiera pasado nada, es imposible, olvídate, simplemente no puedes hacerlo. Hay gente que se ha suicidado porque has muerto, esto no es la jodida noche de los muertos vivientes, esto es algo muy serio”. Christine torció el labio y colgó. Pues pensaba volver. Claro que sí.

Sobornó a un funcionario de aquella isla para que le emitiera oficialmente toda una vida, partida de nacimiento, carné de identidad a nombre de Akula Futha-Chibouni y todos los papeles suficientes para empezar de cero.  Con su nueva identidad cogió un avión y se presentó en casa de su manager, que no dio crédito cuando la vio. “Esta vez sí que vas a morir, porque pienso acabar yo mismo con tu vida”. “Cállate, que tengo un plan, copón”. El pobre hombre sabía que lo único que podía hacer era aceptar, porque lo iba a tener que hacer sí o sí. Así nació Akula Loo, la nueva personalidad para Christine. “¿Pero tú de verdad crees que va a colar, que nadie se va a dar cuenta?”. “Confía en mí, simplemente me daré un aire, recordaré a la grandísima Sixteen, pero nada más, no exageres”. Pues vale. Akula grabó un disco de rock electrópico, como ella quiso llamar a la mezcla de música tradicional “de su isla natal” con bases electrónicas y la música de Christine Sixteen. Grabó un vídeo clip en el que salía de dentro de una sandía gigante y fue lanzada con una promoción brutal. Las críticas no tardaron en aparecer: “una burda copia tropical de Christine sixteen”, “no ha pasado el tiempo suficiente para que las vulgares imitadoras tengan una oportunidad” “Por copiar, le ha copiado hasta la cara” “Su voz intenta captar la grandeza de la Sixteen pero no llega ni a parecerse a los gruñidos que ésta profería al vomitar”. Fue el fracaso más sonado para su discográfica, que no consiguió colocar en tiendas ni el veinte por cien de la tirada que había fabricado. Los fans de Christine piratearon su página web, dejando sólo una foto de Akula siendo sodomizada por la gallina con la que posó en aquellas fotos míticas y un gran cartel dónde se leía “Akula Fake”. La presión era insostenible, la perseguían por la calle lanzándole tomates, sandías y todo tipo de hortalizas. Sus antiguos fans no podían soportarla, la odiaban a muerte. Jamás un fenómeno anti-fan fue tan grande. No se conocía algo similar en toda la historia de la música. No tenía ni un admirador, todos la odiaban. El resto de músicos también la odiaban, la consideraban una oportunista, una mala copia, una irrespetuosa que no había esperado ni un año para intentar aprovecharse de la malograda Christine. Nadie la invitaba a las fiestas ni acudía a las suyas. Si aparecía en un photocall, los fotógrafos le daban la espalda. Ninguna sala quería albergar un concierto suyo, ninguna revista quería sacar una entrevista, sólo columnas insultándola y atacándola por cada cosa que hacía. La cosa no parecía tener posibilidades de remontar, así que Akula tuvo que suicidarse. Con cierta experiencia en la materia, a su manager no le costó demasiado organizar todo. Oficialmente Akula ingirió tres cajas de pastillas, se metió en la bañera, se cortó las venas de la muñeca derecha y con la mano izquierda se pegó un tiro en la boca. La noticia no tuvo el más mínimo tirón. Un par de revistas le dedicaron dos líneas comunicando el fallecimiento. Poco más. Los anti-fans se mostraron aliviados y declaraban en los foros de internet que “ya era hora”. En dos días nadie se acordaba de Akula Loo.

“¿Y ahora qué? ¿Qué cojones piensas hacer?”. Su manager no paraba de increparla. Si descubrían que estaba viva y que además había fingido morir dos veces, sería el escándalo más sonado de la historia. Christine estaba bastante nerviosa y no sabía qué podía hacer para recobrar su vida, que echaba de menos de una manera enferma. “Ya lo tengo. Vamos a hacer un musical sobre la vida de Christine Sixteen y yo lo protagonizaré”. “Pero vamos a ver, ¿Pretendes hacer de ti misma en tu propio musical?”. “¿Cuál es el puto problema? Todo el mundo quiere ir a ver musicales de mierda ¿no? Joder ¿Quién va a hacerlo mejor?”

Así, Christine volvió a cambiarse el pelo, las lentillas y se convirtió en Patricia Adams, la joven elegida para encarnar a la grandísima Christine Sixteen en el musical sobre su vida. “Es sorprendente que la hayamos encontrado ¿Verdad? El parecido físico y vocal asustaría a la mismísima Christine”, declaraba su manager en cientos de entrevistas. Ella posaba con falsa timidez mientras aseguraba que “lo cierto es que no conocía la obra de Christine, nunca fui una gran fan, pero una amiga se presentó al casting, la acompañé y me acabaron seleccionando. La verdad es que a mí también me sorprende lo mucho que nos parecemos. Podría decirse que somos como una especie de dualidad única o algo así. Es un gran honor para mí, e intentaré hacerlo lo mejor posible, siempre teniendo muy claro que yo soy yo y Christine es Christine”.

Y así fue como Patricia Adams protagonizó “Christ teen” el musical sobre si misma que se mantuvo durante tres años y medio agotando entradas en todas las funciones. La crítica alababa el “sorprendente e intachable trabajo de mimetización absoluta que Patricia realiza; Si bien está lejos de hacernos sentir que la propia Christine está sobre el escenario, cosa evidente y por tanto irreprochable, el homenaje que se le brida es sincero y muy respetuoso”.
Christine/Patricia pudo volver a su vida, si bien nunca más volvió a ser la reina de ninguna fiesta. Era una amable segundona que jamás conseguía destacar, aunque se comportara exactamente igual que antes de morir dos veces. Ya nada podía impresionar a nadie. Como mucho, las malas lenguas aseguraban que “se la había comido el personaje”, que “iba a acabar muy mal” y que empezaba a ser un poco cargante su afán por convertirse en Christine.

Un día, en mitad de la función, Christine decidió hacer las cosas a su manera, como siempre las había hecho. En mitad de una escena en la que estaba ella sola, cantando su balada “no tengo heroína y mi camello está sin batería” empezó a contar la verdad. Contó todo, su falsa primera muerte, su huída a la Isla, lo absolutamente aburrida que había estado allí, lo de Akula y el falso suicidio, absolutamente todo, con pelos y señales. La gente se miró cariacontecida y suspiró. Sus compañeros la sacaron de escena, llamaron a un psiquiatra y la ingresaron. Ella seguía gritando que era Christine Sixteen, la auténtica, que la dejaran volver a su vida. Un prestigioso psiquiatra le diagnosticó esquizofrenia paranoide y la ingresaron en un centro para enfermos mentales de alto nivel. Su manager, asustado como una rata, no abrió la boca jamás. Cuando se le preguntó por el tema alegó que “es posible que Patricia haya sido víctima de la horrible presión que supone dar vida a un personaje tan desmesurado como Christine. Sólo espero que se recupere pronto, es una verdadera lástima”.

Al no remitir sus delirios, Christine fue medicada con toda clase de psicofármacos. El cóctel barbitúrico, unido a su historial con las drogas, le provocó trastornos mentales varios y severos y acabó asegurando ser una gallina, cacareando por el patio del manicomio e intentando poner huevos diariamente.  Algunos internos aseguran que, en efecto, llegó a poner alguno.
Al final, después de todo, había conseguido su sueño

2 comentarios:

  1. Joder, qué movida jajaja. Es divertido... Kiss alucinarían al leer esto xD

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  2. Redondo te ha quedado. Divertido y juguetón.

    Fran

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